domingo, 29 de enero de 2012

POBRE, TÚ



Un día me marché por tabaco y no regresé más.
No fue algo premeditado, surgió así, sin pensarlo y de repente. Hacía mucho tiempo que mi vida no me gustaba lo más mínimo y aunque nunca pensé que fuera a ser capaz de actuar así, con un impulso cegador que me hizo plantar todo y a todos de repente, sabía que algo así podía pasar en cualquier momento.
Estaba cansado de vivir al lado de quien me depreciaba y se tomaba nuestra relación como algo que ya no se puede cambiar, como un guión repetitivo que siempre caía en las mismas historias y con finales que se intuían a cada momento, pues nunca pasaba nada especial.
Estaba harto de estar sometido a un trabajo que no me gustaba y que se había convertido en una losa que me aplastaba a cada minuto, sin poder decidir sobre nada, teniendo que claudicar ante aquellos que coartaban todo lo que llevaba dentro y sin que me dieran la más mínima posibilidad de demostrar que valía para mucho más.
Estaba cansado de trabajar como un burro para nunca tener nada, para siempre contar los billetes en el banco sin darle más utilidad que la de pagar todo eso que pendía sobre mi responsabilidad pero que yo no había elegido.
Estaba cansado de que nunca hubiera un gasto al que hacer frente después de haber despilfarrado en aquello que hubiera supuesto algo de disfrute.
Estaba harto, asqueado de una vida que me oprimía y que me provocaba dificultades hasta para conciliar el sueño, pensando siempre en qué podría pasar mañana, aunque siempre ocurría lo mismo, un nuevo día sin pena ni gloria, un capítulo más del protagonista de una película que desempeña un papel que no le cuadra en absoluto.
Estaba quemado de saber que, al hacerme la pregunta de siempre sobre mi felicidad, siempre se me apoderaba en la mente la misma respuesta, las mismas cantinelas que me llevaban a creer, con razón, que estaba tirando por la borda todo aquello que siempre quise hacer, que me quedaba atenazado en un mundo en el que todos me imponían algo y nadie me ofrecía nada.
Por eso, aquella tarde, sin pensarlo, me fui y rompí con todo, sin querer saber nada de nadie, pensando que la miseria que me encontrara sería la mayor de las libertades.
Vivo ahora en una calle, pero no tengo que pagar mobiliarios a precios de oro y que me parecían horrorosos. Vivo sin más techo que el del cielo o el de unos cartones, pero no tengo que darle a nadie mis riñones por malvivir, no tengo que pagar hipoteca eterna hasta el día de mi muerte. Si, ahora vivo de cualquier manera, no tengo nada, pero siento que todo me sobra, que soy un hombre feliz al sentirme desligado de todo aquel azote al que te someten por ser un buen ciudadano.
Algunos me miran con estupor cuando se cruzan conmigo, incluso oí decir a alguien que yo era un desgraciado. Pobres, ellos no saben que los verdaderos mártires son ellos, pequeños seres diminutos en un mundo hostil que se les come sin remedio, sin tener ni libertad para decir que cambian el trabajo por jugar una tarde con sus niños.
Esos pobres son los que hablan de bienestar y sin embargo son títeres que maneja el sistema, sin darse cuenta de que, hasta por el aire que respiran, les cobran.
Un día hubo alguien que me dejó un billete en el suelo. Sé que aquello lo hizo en un acto de buena fe, pero no lo pude remediar y le insté a que cogiera su billete, pues yo era más afortunado que él, pues vivía y vivo así por liberarme de todo aquello que a él le oprime.
Me fui por tabaco y no volví más. Aquello me ha reportado tanto bien que ahora ni siquiera fumo. A cada instante, cada minuto, me recreo en aquella decisión y me siento feliz por ello. Después de librarme de quien no me quería, después de desquitarme de lo que no necesitaba ni había pedido, solo puedo decir que soy el más rico de los mortales, aunque me da pena ver, como decía aquel tercio flamenco, que la gran mayoría de la gente es tan pobre que sólo tiene dinero.

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