lunes, 4 de julio de 2011

EL INDIGENTE

La mayoría de las veces nos pasamos el tiempo maldiciendo todo lo que nos ha tocado en suerte o mala suerte. Aquello que se nos ha dado siempre nos parece poco, mientras que cualquier piedra en el camino, cualquier infortunio, aunque sea fácilmente superable nos parece una losa insalvable y clamamos al cielo.

Sí, lo he dicho muchas veces, lo sé, el problema de cada uno es el problema más grande del mundo, mientras que nunca pensamos en aquellos que tienen verdaderas dificultades y pensamos que su problema no es nada comparado con el nuestro.
Hace algunos años  vi algo que me dejó perplejo en la puerta del servicio de rayos x de un hospital.
Yo estaba allí esperando interminables horas para que me hicieran una placa que me habían mandado para saber que tal estaba mi tobillo después de unos meses de rehabilitación tras la caída en moto que sufrí. A mí me parecía interminable todo lo que había sido el proceso de curación de dicho tobillo, pensaba que era muy desgraciado solo porque durante tres meses tuve que soportar una escayola y la moto de mi amigo había quedado para el arrastre. Estaba airado, pensaba que no se podía tener más mala suerte en la vida.
La verdad es que yo sabía que estaba dramatizando en exceso, pero no me cortaba en mi comportamiento e incluso me mostraba de lo más hostil con todo aquel que se interesaba por mí, pues tenía tal acongojo, que aun me ponía  más nervioso que alguien viniera y me dijera algo sobre el tema.
Unos metros más a la derecha de donde yo estaba, había una persona de unos 50 años.
Era un señor mayor con pintas harapientas que incluso olía mal y tenía toda la pinta de ser un indigente.
Todas las personas que allí estábamos, dábamos un rodeo antes de tener que cruzarnos por el pasillo con aquel hombre, aunque él siempre permanecía sentado en el mismo sitio, sin decir nada y sin mostrar la más mínima queja. Yo llevaba allí ya dos horas y media, pero aquel hombre, de cuyo rostro se deprendía algún gesto de dolor, estaba allí incluso antes que yo llegara.
Cada vez que salía  la enfermera que iba nombrando a la gente para pasar a hacerse la radiografía, allí en la sala se montaba un alboroto tremendo por parte de toda la gente que, de forma ansiosa y con ganas de acabar cuanto antes, reclamaban a la enfermera que llevaban tiempo esperando. Sin embargo, aquel hombre de mal aspecto nunca decía nada, nunca gritaba ni se exasperaba, guardaba silencio con su cabeza casi metida en las rodillas y simplemente esperaba.
A mí me daba la impresión de que aquel tipo no decía nada porque para él era mejor estar allí, pues con un poco de suerte, pensaba, hasta podría echar algún sueñecito en aquellos sillones que siempre serían más cómodos que la calle.
En otra de las veces volvió a salir la enfermera y cito a aquel hombre. De repente se montó un revuelo aun mayor, pues parecía que la gente no encajara que llamaran a aquel hombre antes que a ninguno de ellos, aunque la verdad, como ya he dicho, es que aquel señor llevaba allí toda la mañana.
Ante la reacción airada de una señora que era una auténtica ¨barbiana¨, el hombre, con una voz que casi no le salía del alma dijo…¨Señora, si a la enfermera no le importa, pase usted antes que yo.¨  Casi no había terminado la frase aquel hombre cuando la enfermera, probablemente enfadada por el cisco que todos le estábamos formando, arremetió contra el hombre y le dijo lo siguiente:
¨Pero bueno, a ver si usted se va a creer que esto es el hospital de la caridad, que le tengo calado amigo, que lo que usted quiere es estar aquí en vez de en la calle.¨

El señor, sin mediar ni una sola palabra y sin enfadarse por lo que le había espetado la enfermera con tono desagradable, se levantó y con paso muy lento, encorvado y casi arrastrando los pies se dirigió a la sala de radioterapia, mientras la misma mujer que él había querido dejar entrar le decía que se diera prisa, que parecía que estaba pisando huevos. ¨Vamos que es para hoy, que los demás tenemos prisa¨, le dijo.
Tras salir de la radioterapia, todos pudimos observar como la enfermera que antes se habían enfadado con aquel hombre se limpiaba lágrimas de los ojos.
Aquel hombre, a medida que iba saliendo, dijo a todos con una voz tenue y débil.
¨No se preocupen, no volveré a molestarles más, ni a ustedes ni a nadie.¨
Tras aquel episodio, era yo quien tenía que entrar en la sala de rayos x. No pude controlar, le pregunte a la enfermera que pasaba con aquel hombre y la enfermera, sin pelos en la lengua dijo…¨Se muere, ese hombre se muere sin remisión y nunca le hicimos caso porque creíamos que venía solo por estar calentito en el hospital.¨
Tras oír aquello, ni siquiera me hice la radiografía, pedí que me quitaran el yeso y salí de allí pensando que lo mío, como lo de todos los que allí estábamos, era una broma comparado con lo de aquel pobre hombre herido de cáncer de pulmón y que nunca había dicho esta boca es mía y nunca había perdido la paciencia.
Eso sí, antes de irme del hospital me acerqué al hombre y le pedí perdón, aunque no había sido yo quien le había faltado al respeto. Los demás se quedaron mudos, pero estoy seguro que a nadie le importaba que el problema de aquel señor, aquel Dios en la tierra, fuera mayor que el de cualquiera de ellos. A ellos solo les importaba lo suyo y todos bajaban la vista ante un hombre que se moría en la más absoluta soledad y miseria.

1 comentario:

  1. Pocos se atreven a mirar la miseria interna, esa que hace a la gente circular con los vidrios arriba, caminar con los ojos bajos para no ver el dolor ajeno. Bien hecho, este episodio que cuenta debe tener redundancia aún hoy en quienes lo vivieron de diversas maneras.

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