domingo, 13 de noviembre de 2011

MI DIOS

Hoy quiero hablar de uno de esos temas que siempre provocan todo tipo de reacciones.

Quiero hablar de un tema sobre el cual, unos dirán que he herido sensibilidades y otros dirán que he esgrimido razones poderosas, verdades como templos que, a pesar de pesares, incluso son secundadas por personas que integran asociaciones o congregaciones concernientes al asunto de mi exposición de hoy.

Por ello, sabiendo lo que podemos provocar con todo esto, quiero hablar, con el máximo respeto, de la religión y ciertas manifestaciones religiosas.

Verán, quiero partir de la base de que yo, creo en Dios. Mi fe no es la de aquellos que esbozan siempre las bondades de las prácticas religiosas, pues no soy, en absoluto, lo que podríamos llamar un cristiano practicante, pero creo en Dios. Algunos me dicen que mi manera de creer es la de un ser egoísta que se acuerda del ¨Ser Supremo¨ solo cuando el miedo le aterra en alguna situación que no puedo controlar. En cierta manera es verdad, porque aunque creo en Dios, también creo que lo hago porque a veces, en este difícil laberinto que es la vida, uno necesita en ocasiones agarrarse a algo para continuar en esta jungla. Por tanto, baste con decir que, no por egoísmo, creo a mi manera y me causa el debido respeto la existencia de Dios, pero de la misma manera que también me causa respeto el diablo, que aunque no sé si existe también, por si acaso procuro no ahondar en esos terrenos.

La razón de este esbozo de pensamientos plasmados en papel es la siguiente. De la misma manera que a mí me pueden llamar egoísta por decir que creo en Dios, aunque solo le reclame cuando solamente me queda encomendarme a la divina providencia, hay otras tesituras creyentes que a mí, no solo me parecen egoístas o que hacen un negocio del negocio de Dios, sino que rayan en la falsedad, el fanatismo y otras vertientes que, aun siendo repudiadas por la Iglesia, se propugnan desde los altares eclesiásticos u otros lugares en nombre del Todopoderoso.

A mí me enseñaron desde pequeño que Dios, ese en el que yo creo, era una persona humilde que predicó con cuatro trapos y que promovía su palabra sin condenar a quienes no le seguían o no creían en él, algo curioso si pensamos que, hoy por hoy, los jueces de la Iglesia Católica o máximos responsables, nadan en la opulencia y hasta se atreven a decir que, dependiendo de quién votes, hasta puedes ir al infierno.

El Dios que yo alimenté en mi corazón, era esa persona que nunca discriminó a nadie, que amparaba al pobre o que daba su bendición hasta a las rameras y los delincuentes porque decía…¨todos son hijos de mi Padre¨. Sin embargo la Iglesia que yo conozco, aunque si abraza a delincuentes, esos delincuentes que a ellos les interesa obviamente, aborrece a las rameras o incluso reniega de aquellos que se procesan amor pero son del mismo sexo. Estuvieron y están en contra de lo que denominan perversiones, pero nadie se acuerda de las perversiones que se han suscitados en algunos conventos en los que hasta han aparecido niños sepultados, producto del calentón divino de alguna sotana un poco más ligera de cascos y que mitigaba con rezos los abusos cometidos incluso a niños.

El Dios en el que creo es aquel que promovió la paz, que jamás encolerizó contra nadie, pues, como cuentan las escrituras, vino incluso a morir por todos nosotros. La Iglesia no muere por nadie, siempre estuvo amparando al poder y dando la bendición incluso a genocidas reconocidos de la historia, esos que mataban a millones de personas y después comulgaban el domingo ante un obispo que aclamaba sus lindezas y las hacía palabra de Dios. La Santa Madre Iglesia ha sido la institución que más gente ha mandado a los cementerios cometiendo impunes asesinatos en nombre de la divina razón. Crímenes por los que algún Papa se atrevió a pedir perdón a toro pasado y sin gozar con el beneplácito de otros cargos del clero, algo que me hace pensar que la muerte de Juan Pablo II, fue un verdadero alivio para aquellos que quieren seguir anclados en el pasado poniendo salmos disuasorios a verdades que ven la luz. Por eso quizás, tras Juan Pablo II, llegó Benedicto XVI, clérigo de los de antaño que, entre otras cosas dice salvaguardar la familia predicando que el amor familiar, el matrimonio, solo es un hombre y una mujer, que Dios era amor pero no en todos los casos.

El Dios en el que yo creo, es aquel que incluso se sonrojará de vergüenza al ver lo que algunos hacen con su imagen, la de su madre y otros santos. Insisto, si me enseñaron que Dios era bondad y humildad, ¿Quién me explica que haya pasos de semana santa cargado de todo tipo de opulencias, portando a Cristos y Vírgenes que son mecidos en tronos engalanados con joyas y oro, mientras en millones de rincones una criatura no tiene nada que echarse a la boca? Demagogo, me dirán algunos, pero para demagogia la vuestra, que os dais puñetazos en el pecho por creyentes y samaritanos y volvéis la vista ante aquella pobreza que perturba el curso de vuestras afables vidas.

En definitiva, creo en Dios. Creo a mi manera y con una filosofía muy personal que puede ser o no compartida por los demás. Sueño con el día que me toque partir de este mundo y me plante ante él, entonces podré darme cuenta de que yo tengo razón.

¡Dios os bendiga a todos, lo necesitáis!

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