Cuando el Jueves 21 de Julio me dirigía al hospital Macarena de Sevilla para afrontar la intervención prevista, todo tipo de cosas, recuerdos, reflexiones y demás aspectos se agolpaban en mi mente de una manera atroz.
Ya en la puerta del centro hospitalario sevillano, aprovechando la oportunidad de fumar el último cigarrillo antes del ingreso, miraba hacia atrás y, sin decirlo en voz alta, pensaba en cuando volvería a cruzar esa puerta que tenían ante mí, o incluso si alguna vez la cruzaría, porque como creo que nos pasa a todos, siempre tenemos una parte interior incontrolable que nos hace ver las peores situaciones de las cosas.
Ya dentro del Macarena, con un número de orden en la mano para proceder al ingreso, pensaba en la verdadera necesidad de operarme, pensaba si iba a hacer lo correcto o por el contrario debía salir corriendo y dejar las cosas tal y como estaban. Esa pregunta se me contestaba rápidamente. La verdad es que en los últimos años mi calidad de vida había bajado mucho por ese problema con el maldito diafragma que me obstruía un pulmón y por eso tenía absolutamente claro que asumiría los riesgos que hubiera que asumir, ya que como decía el ¨Che¨, es preferible morir de pie que vivir siempre arrodillado, o en mi caso, prefería pasar por donde tuviera que pasar que seguir teniendo que robarle a la vida sorbos de aire por los rincones de cada calle a cualquier hora.
Pero aunque las cosas se tengan claras el miedo siempre está ahí, por eso estaba deseando ver a quienes me iban a operar para que me arrojaran más luz sobre el alcance de la intervención.
Tras las aclaraciones previas, que aclarar aclararon poco, me pasé la tarde del jueves, el día antes de la operación, recorriendo en pijama todos los rincones del hospital. Paseo tras paseo me iba notando más nervioso, sabía que esa noche iba a ser difícil conciliar el sueño de una manera normal.
Al día siguiente, Viernes 22, yo era el primero en la lista de intervenciones del área de cirugía torácica. Sobre las 7 de la mañana, tras una noche de vueltas y vueltas como ya intuía, me levanté, me duché, y me puse mi nuevo pijama para esperar la llegada del camillero que me había de conducir a la sala de operaciones. Ese momento es de lo peor, ese momento en el que esperas para que te lleven es algo que hace que se corte hasta la respiración cuando ves que las puertas de la planta se abren o se cierran.
Cuando por fin un tipo con una camilla entra y dice eso de...¨Javier Campos, vámonos¨ , es cuando te das cuenta de que es la hora de la verdad, pero sobre todo te das cuenta de lo que valen las personas que quieres, lo que significan para ti. Recuerdo las miradas de mis familiares, pero sobre todo recuerdo la mirada de la niña de mis ojos, mi Encarni, cuando casi sin poder contener la emoción del momento, pero sin derrumbarse para no derrumbarme a mí, me toca la cara y me dice que pronto nos vemos.
Cuando ya vas en la camilla, alejándote de la habitación y de los tuyos, un frío interno te recorre y las emociones empiezan a jugarte malas pasadas, empiezas a preguntarte si volverás a ver más a esas personas que tanto quieres, la cuales, también se preguntan en ese momento lo mismo, si te volverán a ver.
Pero una cosa está clara, el que es un luchador lo es en cualquier momento, y por eso, a pesar de esos días de nerviosismo e incertidumbre, en el momento más indicado, aparece ese otro fuero interno que te lleva a luchar contra viento y marea.
Algunas horas después de la operación, que duró unas 5 horas y que fue más complicada de que lo que se esperaba en principio, me desperté en la unidad de reanimación preguntando por los míos y pidiendo salir de allí lo antes posible.
Sí, en pocos minutos tras mi despertar todo el personal del Macarena comprobó que no estaba dispuesto a dormirme en los laureles y que estaba más operativo que nunca.
Como ya he comentado la operación se complicó porque al abrir todo fueron sorpresas en cuanto a la situación de algunos órganos, pero gracias a la pericia del Doctor Gallardo y la Doctora Marta, todo había quedado bastante bien. La recuperación fue ejemplar, hasta tal punto que en 12 horas estaba en planta, en 24 sentado en un sillón y en 72 horas, a pesar de cables y drenajes ya andaba por la planta demostrando a todos que quería vivir y respirar. Todo fue rápido, yo quería dejarme todo en la recuperación porque pensaba que cuanto más fuerte fuera mejor saldrían las cosas y menos horas en el sillón se llevaría mi Encarnita, quien no se separó ni un solo instante de mi lado, demostrándome en unos días más de lo que ninguna otra persona te pueda demostrar en toda su vida.
Al 4º día de la intervención me dan el alta y los médicos me dicen que todo ha ido bien y que yo he sido un luchador que se recuperó pronto sin que le diera ni tan siquiera una décima de fiebre. Tras hacer la maletas, se repiten todas esas sensaciones del día que llegué al Macarena, recree en mi mente todo aquello por lo que había pasado, pero mi corazón lucía una gran sonrisa que me producía el haber salido airoso de todo y llevar a mi lado a la mujer con la que sé que voy a compartir el resto de una vida en la que espero respirar mejor.
A mí no me despidieron los médicos en la puerta del Hospital como hicieron con Ortega Cano, pero la verdad es que me daba igual, conmigo iba quien tenía que ir, mi niña, y a partir de ahí, todo lo demás me sobraba.