La vida pasa a un ritmo frenético y te
das cuenta de que todo lo vivido ya no es más que unas huellas del pasado que jamás se
borrarán, es verdad, pero que jamás volverán.
Miro
atrás y recuerdo aquellos años en
los que siendo un chaval tenía las preocupaciones típicas de cualquier
mozalbete adolescente, nada que ver con la jungla que vivo hoy con miles de
problemas que me devoran como feroces depredadores.
Echo la vista atrás y los ojos se me
encienden al recordar la cara de aquella niña que me robó el corazón, aquellos
juegos de antes entre amigos que eran como tu propia familia, aquellas
travesuras entre bocatas de mortadela, filete o pan con chocolate que terminaban
llenos de tierra porque caían en medio de algún regate de media tarde o
alguna escaramuza para que no te pillara quien se la quedaba jugando al ¨corre
que te pillo¨.
Recuerdo aquellos besos robados mediante
acuerdo con cualquier amigo para besar a la niña de mis sueños jugando a las
prendas. La verdad es que los recuerdos son precisamente esos flashes que te hace
vivir cuando consideras que andar por la vida casi no tiene sentido, pero sobre todo, aquellos vestigios del
pasado más feliz siempre te saca una sonrisa que es como el arco iris en medio
de la tempestad emocional.
Cuanto daría yo por poder volver a aquel
tiempo pasado en el que si no rozaba la felicidad completa era porque habíamos
perdido algún partido importante con el barrio rival, porque nos habíamos
ganado algún castigo que nos hacía permanecer en casa o porque alguna tarde
esperabas con ansia de noble amor a la niña de tus sueños y esta no salía por
culpa de las malditos deberes o por
cualquier otra razón que te argumentaba en una nota escrita en un pequeño papel,
impregnado de colonia, que te llegaba mediante alguna amiga que hacía de
mensajera.
Cuanto daría por oír de nuevo los gritos
de mi madre cuando me llamaba para la recogida y vuelta a casa que siempre
demoraba unos minutos más.
Eran aquellos años en los que ni yo
había crecido ni la maldad tampoco. No me cabe la menor duda de que antes
éramos mejores personas o más inocentes y nobles que las generaciones de ahora,
machacadas por un mundo, dicen que más moderno, pero que nos ha convertido a
todos en solitarios autómatas que vivimos siempre en la cuerda floja o en la delgada
línea que separa el bien del mal.
Echo de menos aquellas tardes de fina
lluvia en la que hacíamos esas cabañas de ramajes e imaginación y donde
jugábamos a ser mayores. Ahora me gustaría jugar a ser lo de entonces, ese que
era feliz siendo un niño y para el que no existía el frio, ni el calor, ni
nada. Solo me preocupaba cuando en verano mamá no te dejaba salir hasta que el
sol era algo menos virulento. Miraba cientos de veces aquel reloj que parecía
que me tuviera manía y que no quería marcar las 8 de la tarde, hora de veda
abierta para las emociones de chaval que se bebía los metros hasta llegar donde
estaban todos.
¡Qué tiempos aquellos!
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