viernes, 15 de junio de 2012

¡QUÉ TIEMPOS AQUELLOS!


La vida pasa a un ritmo frenético y te das cuenta de que todo lo vivido ya no es  más que unas huellas del pasado que jamás se borrarán, es verdad, pero que jamás volverán.
Miro  atrás y recuerdo  aquellos años en los que siendo un chaval tenía las preocupaciones típicas de cualquier mozalbete adolescente, nada que ver con la jungla que vivo hoy con miles de problemas que me devoran como feroces depredadores.
Echo la vista atrás y los ojos se me encienden al recordar la cara de aquella niña que me robó el corazón, aquellos juegos de antes entre amigos que eran como tu propia familia, aquellas travesuras entre bocatas de mortadela, filete o pan con chocolate que terminaban llenos de tierra porque  caían  en medio de algún regate de media tarde o alguna escaramuza para que no te pillara quien se la quedaba jugando al ¨corre que te pillo¨.
Recuerdo aquellos besos robados mediante acuerdo con cualquier amigo para besar a la niña de mis sueños jugando a las prendas. La verdad es que los recuerdos son precisamente esos flashes que te hace vivir cuando consideras que andar por la vida casi no tiene sentido,  pero sobre todo, aquellos vestigios del pasado más feliz siempre te saca una sonrisa que es como el arco iris en medio de la tempestad emocional.
Cuanto daría yo por poder volver a aquel tiempo pasado en el que si no rozaba la felicidad completa era porque habíamos perdido algún partido importante con el barrio rival, porque nos habíamos ganado algún castigo que nos hacía permanecer en casa o porque alguna tarde esperabas con ansia de noble amor a la niña de tus sueños y esta no salía por culpa de las malditos  deberes o por cualquier otra razón que te argumentaba en una nota escrita en un pequeño papel, impregnado de colonia, que te llegaba mediante alguna amiga que hacía de mensajera.
Cuanto daría por oír de nuevo los gritos de mi madre cuando me llamaba para la recogida y vuelta a casa que siempre demoraba unos minutos más.
Eran aquellos años en los que ni yo había crecido ni la maldad tampoco. No me cabe la menor duda de que antes éramos mejores personas o más inocentes y nobles que las generaciones de ahora, machacadas por un mundo, dicen que más moderno, pero que nos ha convertido a todos en solitarios autómatas que vivimos siempre en la cuerda floja o en la delgada línea que separa el bien del mal.
Echo de menos aquellas tardes de fina lluvia en la que hacíamos esas cabañas de ramajes e imaginación y donde jugábamos a ser mayores. Ahora me gustaría jugar a ser lo de entonces, ese que era feliz siendo un niño y para el que no existía el frio, ni el calor, ni nada. Solo me preocupaba cuando en verano mamá no te dejaba salir hasta que el sol era algo menos virulento. Miraba cientos de veces aquel reloj que parecía que me tuviera manía y que no quería marcar las 8 de la tarde, hora de veda abierta para las emociones de chaval que se bebía los metros hasta llegar donde estaban todos.
¡Qué tiempos aquellos!

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