La vida se me ha hecho muy difícil sin ti. Todos estos meses en los que me ha tocado estar solo ha sido una dura prueba de supervivencia en un mundo de vivos en el que yo me encuentro muerto.
Siempre estuve muy ligado a ti, demasiado quizás, pensé que ese abrazo tuyo estaría siempre ahí para cubrirme de todo lo malo, para sentirlo en los momentos más amargos.
A pesar del tiempo transcurrido y de que la gente dice que el tiempo lo cura y lo borra todo, la herida que me causó tu perdida no cicatriza y en casa hay un recuerdo tuyo en cada metro cuadrado.
Hoy día 31 de diciembre, he salido a ver caer el año maldito que tanto daño me hizo, este año que quiero olvidar y que me tocará ver siempre en tu lápida como el año en el que te fuiste para siempre. Con lágrimas en los ojos y mirada ausente y ajena a todo lo que estaba pasando, he ido a la plaza del pueblo para intentar encontrar tranquilidad en cada campanada pensando que este año aciago por fin se marcha, aunque lo que se llevó sea irrecuperable. Era la única persona que no hablaba ni gritaba en la plaza, la algarabía del momento se mezclaba con un llanto interior que nadie podía percibir pero que era incluso mayor que la alegría que todos derramaban. Con la última campanada cayó el maldito año que te llevó para siempre lejos de mí, por un momento me sentí aliviado, sin embargo, entrar en un año en el que tu ya no estás, que ni siquiera has conocido, era también una sensación que me hacía que te sintiera más lejana.
Del cielo bajaban millones de papelillos que eran como una lluvia de cien mil colores que parecía disfrazar o colorear todo lo malo en esa noche; Sonaban miles de cohetes y tracas que se dirigían al cielo y a los que le pedía que llegaran tan alto cómo para que tú pudieras verlos y sentir que estás entre nosotros. Finalmente, con los dos primeros minutos del año transcurridos sonó una canción, nuestra canción, esa que en aquella Nochevieja de hace 20 años sonó para que tú y yo bailáramos minutos después de habernos conocido.
¡Maldita ironía de la vida!, hace veinte años te encontré en un 31 de diciembre y hoy estoy aquí llorando tu ausencia y sintiéndote cada vez más lejos de mí.
Con el corazón encogido y el alma gastada por la erosión de tantas penas vividas, me fui a casa intentando aislarme del mundanal ruido que en una noche como esta se mezcla con el amanecer. De repente me encontré de frente con una mujer que llevaba un vestido azul turquesa, como aquel vestido que llevabas la noche en la que nos conocimos siendo dos adolescentes. ¡Qué macabro es el destino pensé!, pero al cruzarse aquella mujer conmigo, me sonrió y me dio dos besos deseándome un feliz año nuevo.
¿Quién eres?, pregunté a aquella bella mujer de mirada cristalina. ¨Soy alguien que te ha visto llorar esta noche, alguien que quiere enseñarte que la vida continua, alguien que ha venido para decirte que allá en una estrella, la más lejana, hay una mujer que me ha dicho que no quiere verte llorar, que quiere que tu corazón aprenda a latir de nuevo y se oxigene de vida¨.
Tras decirme aquellas palabras pensé que se trataba de alguna broma macabra pero de repente aquella señorita, de traje idéntico al de mi mujer, se había esfumado, no había ni rastro de ella. Estaré alucinando, me dije.
Continué mi camino y en lugar de irme a casa me pare en un bar a ahogar mis penas en alcohol. Con la primera copa que me tomaba, pensé en las palabras de aquella mujer del traje azul, pensaba que quizás era una especie de señal del más allá, algo en mi interior me decía que lo que habían querido decirme es que debía seguir hacia adelante, superar la muerte de Virginia y empezar a encauzar mi vida que últimamente se reducía a un vaso de whisky cada 10 minutos.
Sin pensarlo más, pagué la copa al camarero y decidí que no me emborracharía esa noche, estaba dispuesto a cambiar el rumbo de mi vida. No sabía si lo de la chica del traje azul, igual al de mi mujer, había sido un espejismo o qué, pero entendí que efectivamente era una señal para evitar mi autodestrucción.
Llegué a casa, como siempre se me hacía muy duro escuchar el silencio de mi hogar, encendí las luces y me coloqué el pijama no sin antes poner en hora el reloj para levantarme temprano al día siguiente y empezar a resolver muchas cuestiones que desde hacía tiempo tenía pendientes. Antes de irme a la cama tuve una tentación, una curiosidad, me fui al armario donde guardaba toda la ropa que era de mi mujer. Al abrirlo me quedé frio, había una percha vacía, la percha en la que estaba el traje azul con el que conocí a mi mujer en la Nochevieja de hace 20 años.
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