Ella nunca se miró a un espejo, jamás se le pasaba por la cabeza hacerse ningún tipo de arreglo en el pelo, comprarse algo de ropa, darse un capricho por pequeño que fuera.
Si la mirabas a los ojos podías percibir en su mirada la fotografía del hastío, la pena, la indiferencia. Era valiente y fuerte pero su valentía solo la uso para defender sus flores, esas flores que siempre cuidaba en su patio y con las que se sentía tranquila entre ellas. Su fuerza la empleó solo para aguantar mil injusticias, para tragarse con estoicismo mil razones por las que huir y dejarlo todo.
Ella siempre estaba presta a hacer la voluntad de su señor, su vida se había convertido en una tragedia que a nadie contaba pero que era un secreto a voces. Todos sabían de su desesperación pero quienes conocían su encrucijada de cada día nunca hacían nada, bueno si, algún vecino subía la voz de su televisor para no oír los gritos de ella cuando su marido literalmente la machacaba. ¨Es cosa de ellos¨, decían los indolentes que cobardemente callaban ante aquel atropello de dignidad y algo más.
Pero a ella nada le importaba, nunca se quejaba, siempre estaba rodeada de sus flores, sus amigas a las que contaba todas sus desdichas, su maldita mala suerte.
Estaba acostumbrada a vivir a así, pensaba que su vida era la que le había tocado vivir y no podía hacer nada para cambiarla, por eso solo tenía esa manera de vaciarse y encontrar algo de paz, sus flores, siempre rodeada entre sus flores.
Cuando llegaba su hostigador, rápidamente entraba en la casa y cerraba la puerta de su patio para que el no pudiera llegar a arremeter contra su preciado tesoro. Es curioso, pero cuentan que solo una vez le plantó cara, fue cuando quiso acabar con sus plantas, ella se armó de valor y le dijo que a las flores no las tocaría.
Aquella vez salvó su pequeño paraiso pero no su dolor. La emprendió a golpes con ella de manera incesante, cada puñetazo era una muesca más en el revólver de su asesino, cada patada una superación, una galón más que se ponía el macho viril para honrar la memoria de quien le enseño que el hombre lleva los pantalones.
Tras la paliza no llamó a nadie, ni siquiera hizo por limpiar la sangre que corría a borbotones manchando su vestido, su único vestido, ese de andar por casa. Se fue arrastrando desde el pasillo al baño, allí vomito repetidas veces por la paliza propinada y por el asco que guardaba. A los 20 minutos ya estaba otra vez en pie para hacer las tareas de su casa, para continuar con su rutina sin lamentarse una vez más de su mala suerte. Con el corazón hecho trizas y el alma desgarrada se fue a cuidar sus flores. El viento las agitaba y parecía como si quisieran abrazarla, consolarla. Volvía a encontrar tranquilidad una vez más entre las flores, rodeada de sus flores.
¨Algún día la matarᨠdecían algunos de los que oyeron la última paliza pero nadie hacía nada, nunca nadie hace nada.
Llegó el día, un golpe con más violencia, una superación más del macho dominante lo hizo posible, la mató, acabó con ella. Su corazón dejó de latir para siempre aunque siempre estuvo muerta en vida. Ella ya no existe, el se pudre en una cárcel pero demasiado tarde, la justicia siempre llega tarde.
Cuando pasen los años el saldrá y volverá a ser libre, ella seguirá en el cementerio rodeada de flores, de flores que ya no son las suyas.
Javier Campos
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