Venía realizando el camino de vuelta después de una dura jornada de trabajo.
Cada día tenía que hacer unos 90 kilómetro de carretera para llegar a mi puesto laboral en una fábrica en la que trabajaba como encargado de producción. Muchos compañeros de la fábrica, que también son de distintos pueblos de la provincia, con el tiempo terminaron cambiando de vida y comprándose una casa en la capital, pero yo no, yo me resistía a abandonar la que desde siempre había sido mi casa y aunque me pusiera en riesgo teniendo que ir y venir prefería hacerlo así.
En mi pueblo era donde además me relajaba y me olvidaba de muchas presiones que tenía por cuestiones laborales, pues aunque siempre fui un tipo que no tuvo problemas con nadie, últimamente, por tener que hacer con cierta autoridad mi trabajo de encargado, me había ganado algunas enemistades, aunque realmente no le daba demasiada importancia. Aquel día en el que como dije venía de vuelta, la carretera estaba bastante mojada por las lluvias que habían caído durante la tarde, lo cual provocó que, a medida que la noche se vino encima y bajaron las temperaturas, se formaron distintas placas de hielo, uno de los aspectos más traicioneros para los conductores.
Yo no prestaba demasiada atención en la conducción ese día, algo que ocurría con frecuencia sobre todo en el viaje de vuelta cuando ya vienes cansado de toda la jornada laboral. De repente, en decimas de segundo, el coche me patinó a una velocidad de unos 120 kilómetros hora y se convirtió en algo ingobernable. Traté de hacer todo en los pocos segundos antes del impacto, gire el volante una y otra vez tratando de quedarme con la dirección, frene hasta casi traspasar el suelo de coche, pero todo fue inútil, me fui contra un gran acantilado de muchos metros de profundidad.
Hubo momentos antes de perder la conciencia que me dieron la impresión que duraron horas, una situación angustiosa que me hizo perder todo el control hasta el punto de no saber si estaba dentro del coche, si salí despedido, en fin, dantesco.
Después de más de treinta vueltas de campana en caída, por fin el coche se paró y pude darme cuenta de que no estaba muerto, estaba aprisionado por un amasijo de hierros que provocó que no tuviera sensibilidad en las piernas, poco después, caí en un profundo sueño que ya no podía controlar, me abandoné y pensé que quizás ese era mi final.
La situación, como podrán imaginar no era muy favorable, aquel accidente necesitaba de una rápida actuación, pero yo había caído por una carretera poco transitada a esas horas, de noche y a un montón de metros de dicha carretera, por lo que la mala suerte estaba echada, solo un milagro podía hacer que alguien se diera cuenta de que un coche había salido escupido por el acantilado.
Aunque perdí la conciencia, de vez en cuando tenía pequeños flashes en los que recobraba el sentido. En uno de esos momentos de lucidez, mire el reloj del salpicadero que seguía funcionando, habían pasado tres horas desde el suceso y seguía allí, perdido en aquel agujero sin que nadie viniera a auxiliarme.
En ese breve instante de cordura, también pude darme perfecta cuenta de que mi inmovilidad era cada vez mayor y seguía sangrando mucho.
Cuando ya tenía perdidas todas las esperanzas, siento que alguien está merodeando por los amasijos del coche, es alguien que trataba de abrir la maltrecha puerta de mi lado.
Casi sin fuerzas, empiezo a gritar como un loco pidiendo ayuda y fugazmente veo la silueta de un hombre que trataba de acceder al coche, un hombre con pintas harapientas, densa barba y pelo largo. Tras algunos golpes sobre la puerta consigue abrir pero yo estoy atrapado, sin poder ni moverme, él empieza a registrarme y me dice si tengo algún móvil para poder llamar a los servicios sanitarios. El puto móvil no aparece por ningún lado, pero de momento ese hombre empieza a correr cerro arriba y me deja allí.
Yo suplicaba que hubiera ido a parar a algunos de los coches que pasaran por allí, pero yo mismo sabía que por ahí, por esa maldita carretera los vehículos pasan solo cada cierto tiempo. Finalmente aquel hombre vuelve al lugar del accidente y me dice que todo está en marcha, que aguante, que pronto vendrán a por mí.
Yo iba perdiendo el sentido y recuperándolo una y otra vez, pero cada vez las pausas de inconsciencia eran mayores. En todo momento pude comprobar que aquel hombre estaba a mi lado, sin moverse del lugar donde estaba el coche.
Al cabo de unos 30 minutos y cuando mi vida ya casi expiraba, oigo a ese hombre decir que llegan los sanitarios, quienes después de alumbrar con potentes linternas han dado con mi posición. En ese momento, aquel tipo sale corriendo como escondiéndose de algo y desde lejos me pide que diga a nadie que le había visto.
El servicio de emergencias llega acompañado de bomberos que tras cortar los amasijos en los que había quedado mi coche, me sacan de allí y me meten en una ambulancia rumbo al hospital a gritos de…¨¡Acelera, acelera que no llegamos!¨
Horas después ya desperté en un hospital y toda mi familia estaba al lado de mi cama, impacientes, esperando que despertara. Los médicos dijeron que había perdido mucha sangre y que de haber tardado más tiempo habrían tenido que amputarme la pierna derecha.
El médico fue tajante, ¨le debe usted la vida a quien diera la llamada de socorro.¨
Todos, médicos y familia me preguntaron sobre aquella persona que me ayudó, pero recordando lo que me dijo aquel hombre, simplemente dije que no me acordaba de nada, que solo recordaba su voz y que salió en busca de ayuda porque mi móvil no aparecía.
Con el tiempo me recuperé y todo volvió a la normalidad, aunque ya cada vez que tenía que ponerme en carretera lo hacía muy condicionado por lo que me pasó.
A veces, cuando regresaba del trabajo, me paraba a un lado de la carretera en el lugar donde me salí y me ponía a contemplar aquel acantilado. Hacia eso por reflexionar sobre aquel momento, pero también con la esperanza de poder ver algún día a aquel hombre que me salvó la vida con su acción.
En una de las veces que me paré en aquel lugar, al poco rato apareció otro coche que paró al lado del mío. Un hombre salió del vehículo y me preguntó si ocurría algo, si tenía alguna avería o algo así. Tras decirle que todo estaba bien, le ofrecí un cigarrillo y estuvimos hablando durante unos minutos, le conté porque estaba allí parado y aquel hombre me dijo algo que me dejó helada la sangre de las venas.
¨Ha tenido suerte, el que le ayudo estoy seguro que era el que por aquí llaman Ánima de los montes, un tipo que falleció en esta misma carretera y que según dicen se le ha aparecido a muchos conductores en determinados momentos como advirtiendo de peligros y demás.¨
Aquello me dejó fuera de juego, no podía parar de darle vueltas al tema, aunque en realidad pensaba que tenia que haber algo más lógico y que no estuviera fundamentado en una leyenda urbana, pues yo mismo llevaba muchos años pasando por esa carretera y jamás vi nada.
Aun así, al día siguiente de aquella conversación pedí día libre en la empresa y me fui al pueblo donde me dijeron que nació ese tal ánima de los montes. Llegué allí y nada más preguntar todos me empezaron a dar norte sobre aquella historia. Un hombre mayor de unos 72 años fue el que me aportó más luz sobre aquello. Me dijo que era un hombre muy pobre que se iba a cazar por las noche de forma furtiva para poder llevar algo de comida a su casa, pero su muerte aconteció cuando le atropellaron una noche de hace 40 años al venir por las oscuras carreteras. Con aquellos datos me fui al ayuntamiento de ese pequeño pueblo y pedí, aunque me costó que me hicieran caso, información sobre aquel hombre. Finalmente, una mujer que trabajaba allí, conmovida por lo que le conté, tiro de archivos y me aportó un nombre, Juan Fraile Roldán.
Con esos datos me fui al cementerio, pues el señor mayor que habló antes conmigo, me dijo que había una fotografía en su tumba. Pregunte al sepulturero y me indicó de inmediato donde estaba su tuma, pues debía ser muy conocido.
Durante minutos pensé si verdaderamente quería ver aquella tumba, pero finalmente lo hice y se despejaron todas las incógnita, la foto de aquel hombre me erizo el pelo, era él, la persona que me ayudó aquella noche era él, y lo hizo con la misma ropa que lucia en la foto de aquella tumba. De no ser por Juan Fraile Roldán, no me habrían encontrado nunca, aquel señor me había salvado la vida. Cuando estaba a punto de irme de allí, me llevé otra gran sorpresa que me hizo comprender porque en la llamada a los servicios de emergencia aparecía mi número de teléfono aunque había perdido el teléfono. Detrás de la tumba, empezó a sonar una música, la melodía de mi móvil. Empecé a excavar con mis manos y allí estaba, el móvil que se perdió el día del accidente estaba allí sonando 8 meses después de aquel suceso.