Como muchas veces he dicho, siempre pensé que la suerte es algo en lo que todos pensamos, pero tenerla o no tenerla es algo que depende en cierta manera de todos y cada uno. Siempre mantuve que la suerte no se tiene, hay que buscarla y, que lo que algunos llaman tener el santo de cara, no es más que el producto de lo que se ha trabajado. Por ejemplo, aquel que triunfa en los negocios y se hace de una fortuna, no es porque haya tenido suerte en la vida, sino porque se lo ha trabajado, ha luchado su propia fortuna. En definitiva, el azar, los golpes de suerte que llegan de forma inesperada es algo que para mí, nunca ha tenido razón de existencia, siempre pensé que eso no era posible.
Sin embargo hubo algo que me hizo cambiar de opinión. Aunque básicamente sigo manteniendo el mismo pensamiento sobre lo que depara el destino, es verdad que lo que me ocurrió me hizo reflexionar de forma meditada sobre ciertos aspectos de la suerte o el destino. Por ello llegué a la conclusión de que, cada individuo tiene su vida y todo lo que ha de pasar de forma escrita o establecida, quizás esa sea la razón más lógica a lo que me ocurrió a mí.
Me encontraba en París, emblemática ciudad a la que había ido durante un mes para asistir a un intensivo curso de gestión de empresas. El día de regreso ocurrió algo que, sin saber cómo pudo ocurrir, sirvió para cambiar lo que hubiera sido el curso de mi vida.
Durante ese mes estuve trabajando codo con codo con algunos compañeros que realizaron el mismo curso que yo. Una de esas personas era Lucille, una chica francesa que, en cierta manera, había tenido una química importante conmigo. Aquello estaba claro que era más que una relación de amistad o compañerismo, pues en varias ocasiones, Lucille me dejó ver a las claras que sentía una fuerte atracción por mí.
Yo le hable de mi familia. Le dije que estaba casado con una mujer maravillosa y que tenía dos hijos preciosos que no cambiaría por nada del mundo, pero aun así, ella seguía insinuándose ante mí de manera escandalosa. Creo que era tan evidente lo que estaba pasando que incluso otros compañeros me llegaron a decir que era muy afortunado, que mi viaje a Paris estaba resultando más entretenido de lo que cabía esperar.
A todos, absolutamente a todos, traté de explicarles que no había tenido nada con aquella mujer, que ella me acosaba pero que nunca traicioné la confianza de la mujer que me esperaba en España. Tengo la certeza de que nadie me creyó, pues cada mañana cuando bajaba al restaurant del hotel para desayunar todos me recibían con esa sonrisa malévola, claro indicador de que pensaban que mis noches eran muy moviditas.
Traté de no darle importancia, pues yo sabía que no había tenido ninguna aventura con aquella mujer, tenía mi conciencia tranquila pensaran lo que pensaran.
Así transcurrió todo el mes de estancia en el bello Paris.
Finalizado el curso, me disponía a salir para España al día siguiente de la clausura de ese periplo de formación. Tenía reservado el billete, no se me olvidará nunca, para el 14 de marzo a las 19.00 horas. Ese mismo día 14 me despedí de todos los compañeros por la mañana y, tras unas copichuelas, me puse a preparar la maleta y todo lo rutinario para el viaje de vuelta. Pensaba salir para el aeropuerto a las 18.00 horas, pues no había excesiva distancia entre el hotel y el aeropuerto Challs Degaulle.
Sin embargo, a eso de las 17.30, cuando había terminado de ducharme sonó la puerta de mi habitación. Cuando abrí me llevé una sorpresa, era Lucille.
¨¿De mi no pensabas despedirte?¨, me dijo mientras yo la recibí en la puerta semidesnudo, cubierto solo por la toalla. Traté de explicarle una vez más que conmigo no tenía nada que hacer, pero se introdujo en la habitación y metió su mano por debajo de mi toalla.
Quise quitármela de encima, pero la sutil manera de tocarme me hizo perder la cabeza y algo más.
La eché en la cama y, sin pensar en nada más, hice buenos todos esos comentarios que apuntaban a que ella y yo estábamos liados. Fue una sesión de lujuria espectacular. Aquella francesita me demostró porque las mujeres de ese país han sido siempre un icono de erotismo. Me abandoné del todo, hicimos el amor una y otra vez, hasta no poder más. Entre orgasmo y orgasmo pensaba que aquello no estaba bien, me sentía culpable, pero al poco tiempo, la excitación volvía a sepultar mi conciencia de marido modelo. Cuando me di cuenta, nos habíamos pasado 4 horas sin parar de hacer de todo lo que se pueda imaginar en el mundo de las poses sexuales. Aquel volcán de pasión llamado Lucille, me dejó tan abstraído que ni siquiera recordé que mi avión salía a las 7 de la tarde y eran más de las 8.
Después de aquello y de saber que había perdido el avión, quise recomponer la cordura.
Pagué en el hotel y me fui a otro más lejano para pasar la última noche lejos de Lucille y evitar más tentaciones. Ya en el nuevo hotel, me dispuse a cenar para acostarme temprano y coger al día siguiente el primer avión para España. Cuando estaba en el comedor me quedé atónito e inmóvil como una estatua viendo los informativos de televisión. El avión que Salió para Barcelona a las 7 de la tarde, ese avión en el que yo debí de partir, se había estrellado y no hubo supervivientes.
Mi revolcón con Lucille, algo que en condiciones normales jamás habría ocurrido, me salvó la vida, pues de haberme resistido a sus encantos y haber cogido aquel vuelo, hoy no estaría contando esta historia.
Increible relato contado a tu estilo y tocando de manera genial al final todos los aspectos de la vida del humano: esta vez, el deseo y el sexo rompe a veces con el razocinio y nos guiamos por simple instinto casi animal. De otro lado, interesante parece la reflexión acerca del azar y el destino que nos lleva a no olvidar ese "carpe diem" horaciano que solemos olvidar en la cotidianeidad de nuestras vidas,...
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