Como muchas otras mañanas, me levanté ese día con ganas de dar un paseo mañanero que me oxigenara el alma tras una noche de insomnio. Desde hace ya muchos años, la tranquilidad de mis noches quedó perturbada para siempre desde que ella, Clara, se fue para siempre.
Dicen que el tiempo cura y borra todo, pero la verdad es que hay cosas que ni tan siquiera el paso de los siglos y los siglos podría borrar.
Aquella mañana, como siempre, culminé mi paseo en el camposanto, el lugar de tantas y tantas reuniones con ella mientras despuntan los primeros rayos de sol.
Allí, en el más profundo silencio es cuando mi alma más se desgarra con voces que resuenan solo en mi interior. Aun hoy, después de tantos años, no he logrado comprender, aunque deberia, el motivo por el cual el destino la apartó de mi lado.
Siempre que me pongo frente a su lápida, enmudezco y espero que ella me diga algo, que hable conmigo, pero todo es infructuoso, ella ya no puede decirme aquellas cosas que me decía cuando estaba a mi lado, ya no puede acariciarme y decirme que me quiere, ya no puedo yo poner su cabeza en mi regazo y acariciar su pelo durante horas y horas y sentir que el tiempo se detiene.
Desde que ella se fue, sé que he perdido mi otra parte vital, lo he perdido todo. Ella era mi vida, mi razón por la que amanecer cada día, la excusa para seguir viviendo en un mundo que no me gustaba y en el que solo el hecho de estar con ella tenía un verdadero sentido.
Ahora no está y le lloro cada día. Dicen que se puede morir de pena pero no es verdad. Yo tengo un sentimiento clavado en mi corazón que me corta hasta la respiración, pero no me mata, no me lleva con ella, sufro el peor de los castigos, vagar como un alma errante en el mundo de los vivos.
Ya no la tengo y sigo culpándome por ello. Era mía y la perdí, la perdí por quererla demasiado.
¡La maté! Aquel nefasto día en que mi cabeza tenía tormentas internas...¡ la maté!, pero solo Dios sabe y sabrá cuanto la quiero.
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