Jueves Santo, Sevilla, 2 de la madrugada. Como cada año las calles de la capital hispalense se llenaron de olor a incienso y algarabía silenciosa que va impregnando cada rincón de devoción y pasión religiosa. El silencio de la noche solo era cortado por los fervorosos aplausos y los gemidos de emoción que los presentes esbozaban ante alguna ¨levantᨠo ¨Chicotᨠque hace enardecer a quienes contemplaban el esfuerzo de los costaleros por subir a Jesús y María al cielo y que lo puedan ver hasta los que ya no están.
El rostro rasgado y ensangrentado del gran poder, la cadencia silenciosa y melodiosa de los varales de las esperanzas de Sevilla, la Macarena y la de Triana, así como el destello inconfundible de los ojos que lloran al contemplar la bondad del Cristo de los Gitanos, son como cada año en estas fechas, las estampas típicas de la ¨madrugᨠsevillana, esa noche especial en la que la oscuridad se mezcla con las claras del día y deja los corazones encogidos hasta que cada venerada imagen vuelve a su templo después de mecerse por la capital de la pasión.
En una de esas noches, un hombre afligido por el dolor de su destino, ha jurado que nunca más volverá a mirar a su Dios, que jamás se dejará llevar por aquella pasión que siempre puso en sacar al Cristo, aunque se muera de pena al faltar a la cita con los sentimientos. Ese hombre no ha dejado de creer, pero en sus adentros, sabe que no podrá soportar la llaga que en el corazón le produce no estar presente, no sentir en su espalda y en su cuerpo la satisfacción de portar al Gran Poder. Se avergüenza de haber obrado mal con lo que más quería, la persona con la que compartió su vida entera y que cambió por el arrebato de un nuevo amor que fue su perdición.
Él lo sabe, sabe que cambió todo por nada, todo por algo efímero que le aportó satisfacciones momentáneas, pero que nuca hubiera sido tan verdadero y noble como el sentimiento de quien compartió con él años de felicidad y duros momentos.
Sé dejó llevar por las sensaciones placenteras de noches interminables en las que se abandonaba a los deseos carnales, que poco tienen que ver con los verdaderos sentimientos, pero que pueden cegar a cualquiera. Tuvo sexo pero no amó, dijo te quiero pero no lo sentía, ahora se ahoga entre recuerdos pero ya es tarde.
Quien dijo que se moría por él, se ha marchado y le ha dejado con la vida del revés, se ha ido después de haber sacado buen partido, como tantas otras veces, dejando a su paso una estela de dolor y heridas que jamás se cerrarán. Ahora él se quedó solo después de jugárselo todo a la carta de menos valor y perder la partida, puede que la última partida.
Su corazón está tan abatido, que ni siquiera es capaz de asomarse a la ventana para ver pasar al Cristo de sus amores y pedirle que le oriente en esta jungla de sinsabores.
Encerrado en casa con la luz apagada, mete su cabeza entre las piernas tapándose fuertemente los oídos para no escuchar la procesión que se aproxima. No quiere ver ni oír, no quiere dar la cara ante aquel al que tantas veces le pidió que jamás le apartara del lado de su amor, ese amor que ahora vaga perdido después de ser abandonado por quien se daba golpes en el pecho y decía que era lo que más quería. Se sabe pecador, traidor de noches furtivas en las que besaba otros labios que le abocaron al abismo. Ella, la que tanto le dio y la que fue engañada, quedó sola después de ver que el motivo de sus desvelos y su lucha, la cambió por otra mujer sin el más mínimo miramiento y comprobando que todo lo que juntos habían caminado, había sido una andadura estéril que no dejó huellas.
La procesión siempre pasa rápido frente a su casa, pero ese día, la imagen del Cristo se frena justo cuando pasa por su ventana. Algo ha ocurrido, algo ha hecho que se detenga la imagen de Jesús del Gran Poder en la puerta de su casa.
Ha sido algo casual, el viento ha caído unos cables que han hecho parar la procesión hasta que sean retirados. Ante el incesante sonar de los tambores y cornetas, él se asoma a la ventana y se encuentra de cara con la imagen de su Dios.
Dos lágrimas caen desbocadas por sus mejillas. Él sabe que aquello no ha sido fruto del destino, aquella parada ha sido la evidencia de que su Cristo le echa de menos, le ha notado en falta. Roto por la emoción, suena la saeta y la imagen del Gran Poder se balancea suavemente, como queriendo hablarle y decirle algo. Está tan cerca que casi podría tocar la cara de la talla con sus manos, pero la vergüenza le hace bajar cabeza ante su Dios. Al bajar la mirada, descubre que bajo el balcón está su mujer, aquella a la que traicionó de forma irracional cambiándola por una sin razón tan vacía como su corazón en este Jueves Santo. Ella también lo mira y llora, mientras él le hace una señal de perdón en medio del más cruento llanto. Finalmente, ella que aún conserva la llave de la que fue su casa, abre y sale corriendo escaleras arriba hacía él. Ambos se funden en un abrazo que ahora sí, sabe a eternidad. Ella le ha encontrado otra vez, él ha encontrado su perdón, pero los dos tienen claro que en esa noche de Jueves Santo, Jesús del Gran Poder les ha vuelto a unir.
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