Hay
experiencias que, aun convertidas en algo que puede llegar a ser rutinario, son
un soplo de aire fresco que oxigena las más viciadas arterias llenas de desidia
y monotonía.
Salir
con las primeras luces de la mañana y
hacer fotografías, con esos primeros rayos de sol que se escapan como
furtivos entre las nubes o que riegan
los más dormidos enseres del entorno, es como ser testigo de los encantos de
una mujer que se desnuda lentamente ante ti y que miras extasiado. Cada objeto, cada flor
impregnada de la escarcha mañanera, cada resquicio iluminado que sobresale de
la escena, son como pequeñas pinceladas de un ser divino que empieza a esbozar
en el lienzo de la vida arrebatadores argumentos que te hacen dar gracias por
vivir un día más.
Cada
lugar es diferente al otro y diferente de cómo se mostraba el día anterior,
cada color brilla y se muestra de una manera distinta según la luz que se
adueña de un arrebatador paisaje único entre los paisajes. No sabría decir si
la belleza de lo que ante mí se abre me hizo amar la fotografía o la fotografía
que recoge la mejor sonrisa de mi entorno me he hecho amar el paisaje sobre
cualquier otra cosa al poder recrearme en él cada instante. Con solo ver
alguna instantánea se me enciende la
chispa de las emociones y la felicidad.
No
hay dolores, ni físicos ni emocionales, no hay angustias que provoquen asfixia,
no hay ruidos que masacren heridas del día a día, no hay aire cargado de
dramatismo por lo incierto del presente, no hay más premisa que ver lo que en
forma de regalo con luces de oro se pone ante ti para demostrarte que la vida,
por mucho que a veces pensemos otra cosa, es el más maravilloso de los regalos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario